Foto: Ardilla Jefa e Isabel
Sierra de Gredos
Se es instinto. También manos que forman parte del yo. Le decimos a los pies “¡Caminen…!” Luego se avanza. La cabeza en la tierra para ver dónde se pisa. Los pies que suben pensándose cielo. La avalancha de sangre que va y viene por circuitos que no vemos. El pulso rítmico suele tomarnos ventaja. Siempre llega antes que nosotros al límite. Se sabe que allí el horizonte nos sabrá a comida de siempre. Que donde nunca estuvimos nos parecerá de pronto el hogar, un sitio donde ya queremos volver y aún no llegamos. Se siente que quizás nacimos allí y no lo recordamos.
Cuando el paisaje y el cuerpo están en simbiosis, el alma flota, se eleva y nos mira desde lejos. Y hasta habla. Va diciendo “eres esto… montaña, prado… aire”
Lo interiorizamos. Allí, en lo más alto, se es por primera vez Ser Humano. Te das cuenta de todo lo que eres todos los días: trabajador, padre, madre, vecino… Pero ahora sabes de las etiquetas y que ninguna te pertenece. Eres. Sólo eres.
Junto a ti el esfuerzo se sienta. El sentido que todos llevamos medio dormido a la altura del vientre, justo detrás del ombligo, se despereza, abre las manitas y nos atrapa.
En lo más alto de una montaña el Ser Humano desea expansión. Se toca el alma. La siente. Y el grito inevitable sube por la garganta. Ambas gargantas. Un rato más y los dedos convertidos en raíces no nos dejarían marchar. Por eso nos movemos. Nos echamos fotos. Decidimos comer. Aparecen las dudas de si no somos nosotros el alimento. Lo que de verdad nutre. Se mira a los amigos. Se llaman. Nos tocamos con el miedo de no haber sido antes seres humanos. Con la timidez de los inicios.
Y una vez rotos todos los esquemas del no ser, archivamos el recuerdo lo más oculto que podemos.
¿Quién entendería que en ese momento sublime nos sentimos paisaje?
Se vuelve. Dejamos al humano para convertirnos de nuevo en cosas: el conductor, la amante, el jefe de una vida que para nada es nuestra porque ahora sabemos que sólo SOMOS.
Con todo mi cariño, para la Ardilla Jefa.
Cuando el paisaje y el cuerpo están en simbiosis, el alma flota, se eleva y nos mira desde lejos. Y hasta habla. Va diciendo “eres esto… montaña, prado… aire”
Lo interiorizamos. Allí, en lo más alto, se es por primera vez Ser Humano. Te das cuenta de todo lo que eres todos los días: trabajador, padre, madre, vecino… Pero ahora sabes de las etiquetas y que ninguna te pertenece. Eres. Sólo eres.
Junto a ti el esfuerzo se sienta. El sentido que todos llevamos medio dormido a la altura del vientre, justo detrás del ombligo, se despereza, abre las manitas y nos atrapa.
En lo más alto de una montaña el Ser Humano desea expansión. Se toca el alma. La siente. Y el grito inevitable sube por la garganta. Ambas gargantas. Un rato más y los dedos convertidos en raíces no nos dejarían marchar. Por eso nos movemos. Nos echamos fotos. Decidimos comer. Aparecen las dudas de si no somos nosotros el alimento. Lo que de verdad nutre. Se mira a los amigos. Se llaman. Nos tocamos con el miedo de no haber sido antes seres humanos. Con la timidez de los inicios.
Y una vez rotos todos los esquemas del no ser, archivamos el recuerdo lo más oculto que podemos.
¿Quién entendería que en ese momento sublime nos sentimos paisaje?
Se vuelve. Dejamos al humano para convertirnos de nuevo en cosas: el conductor, la amante, el jefe de una vida que para nada es nuestra porque ahora sabemos que sólo SOMOS.
Con todo mi cariño, para la Ardilla Jefa.
Comentarios
Es como saberse célula. Se sabe de la pequeñez pero también de la importancia de cooperar con otras células.
Y todo es trayecto. Estoy de acuerdo contigo.
Esperemos a ver qué dice nuestra amiga Tere. Ella es quién más conoce esa sensación de estar en camino hacia...
besos Ade y mil gracias
Casual Creep.