Agua

Éramos pequeños. Alrededor de la infancia siempre monstruosidades. Las que inventamos. Otras que llegan por el aire. Se sabe de la maldad pero se juega a no saberlo. Ya dirán otros qué es correcto. Lo bueno y lo malo son conceptos indivisibles. Se es niño como se es insecto. Transitoriamente.

Se juega. Y en el juego hay pozos utilizados como fuentes. Pozos con grifos que ayudan a los campesinos en su trayecto hacía las “viñas” o los huertos de sabores. Mulos cargados y siempre tristes y huraños. Hombres muy tapados con ropas que parecen sacadas de los cuadros que veíamos en los libros del colegio. Sorprende que los colores se vayan igualando a sus uñas. Esas manos mojadas mientras se llenan los cántaros y el sudor que ya les persigue por la frente. Muchos caminos en su cara. Y los niños imprecisos revoloteando. Como los insectos. Puro desdoble de naturaleza.

Hay horas donde nadie pasea por el pozo. La fuente gotea de tristeza. Algún alma inocente propone sacar los botes. Hacerles agujeros. Coger el cazamoscas o alguna red. Irnos a por los “aguaores” (libélulas) y llevar encima siempre muchas hojas de libreta.

El pozo entonces se transforma. La lucha de las especies. Insectos y niños se separan. Dos bandos. Todos los artilugios a la sombra. Todos menos uno: el arma de cazar. Las libélulas brillantes necesitan el agua. Los perseguidores lo saben. Por eso le llaman “aguaores”. Ataque masivo. Muchas huyen. Otras acaban en la red. Luego en los botes.

El líder del grupo dice: “Ya tenemos muchos… vamos a dibujar los cuadros…”
La magia de la palabra a tiempo. El silencio de los pueblos cuando el poder se levanta. Los insectos consiguen la tregua. Beben desesperados hasta el próximo asalto. En la sombra, hay botes de cristal que vibran y uno sueña que pueden volar. Los aguaores emiten un sonido de llanto de insecto. Sueñan con el agua mientras sus alas chocan una y otra vez con el aire duro de su cárcel.

Una niña, sensible y tímida, saca su hoja de libreta. Coge entre sus manos una libélula. Arranca su cabeza reluciente, la introduce justo en la mitad de la hoja. Aprieta con sus deditos. Abre su mágico papel y voilà…, allí aparece su dibujo único y exclusivo que comparte con todos como una guerrera. La gloria está servida. Ninguna cabeza de libélula ofrece el mismo paisaje. Por eso los niños compiten en formas, tamaños e impresiones de colores. Los hay más atrevidos y en los alrededores de la barbarie, pintan con rotuladores de colores su nombre, algún adorno añadido y la fecha.

La historia se nutre de victorias y derrotas. La fecha, ellos lo saben, es imprescindible.

Comentarios

Antonio J. Sánchez ha dicho que…
Querida Madame:

Tratas aquí un tema que siempre me ha puesto muy triste: la crueldad revestida de inocencia de los niños.

Los insectos encerrados esperando que los maten como juego es una imagen que siempre ( no de ahora) me ha resultado un símbolo muy claro de la víctima indefensa e inocente. Remueve cosas muy profundas que me duelen.

Pero el texto es deslumbrante: brota a borbotones, con mucha fuerza, y mezcla de forma muy hábil el recuerdo, la descripción y la reflexión casi filosófica (es muy bonita la identificación insectos-niños)
Madame Guignol ha dicho que…
¿Será que lo bello a veces duele?

¿Qué misteriosa mano inició ese juego de hacer cuadros con cabezas de libélulas?

No podemos pensar que fuera un niño. Pero a veces para descubrir, despedazamos. Queremos el interior de las cosas. Lo que lo cubre, la mayoría de las veces nos parece insuficiente.

Introducirnos, sin duda, hasta el fondo de casi todo, nos es del todo instintivo. Cuando se es niño, la inocencia se tiene tanto para lo bueno como para lo malo. Es vital descubrir el juego de la vida.

Siento ponerle triste, Sr. Froplinson. La inocencia no debe perderse nunca a pesar de los riesgos que lleva implícitos.

Gracias por su comentario.
Pilar Alberdi ha dicho que…
Me has dejado sin palabras... Pero sí, "la raza sometida" como la llamó Philip K. Dick aprende bien de sus mayores...
Un abrazo.
Manuel ha dicho que…
Hola paisana, me ha encantado. Yo era de esos niños que llevaba hojas de librera y competía con la chavalada a ver quien era el más hábil para capturas los "aguaores" por la cola acercándonos sigilosamente por detrás para capturarlos y luego... El juego nos ponía a prueba, nos retaba para la vida, nos enseñaba que la paciencia tenía su premio. Como han dicho tus anteriores comentarista no es algo que ahora me enorgullezca pero como tan maravillosamente has expresado, éramos niños transitoriamente...como los insectos.
Tu post igualmente me ha recordado algo que escribí sobre mi infancia, los insectos, la poesía, la belleza:
http://flordeladulcamara.blogspot.com.es/2009/09/ya-estan-aquilas-setas.html
Me ha encantado descubrir el talento que tienes para dar forma a las emociones.
Mis cordiales saludos, paisana.