Esponjas

He soñado con la muerte. Con la de los seres queridos que me hablaban desde una parte desconocida para mí. Ellos insistían en que estaban bien, que me cuidara de la vida en la tierra. Decían ser felices y que por fin estaban en paz. Mi alma lloraba y quería hablar. Nada salía por la boca. Ni una sola sílaba.
He soñado que eran ellos los que viajaban en ese avión y que era yo quien llegaba buscando sus cuerpos. Rezando (sin saber) para no encontrarlos entre los fallecidos. Volviendo a rezar entre las camillas y las habitaciones donde se encontraban los que estaban al borde mismo de la muerte. Apretándome el pecho por dentro y por fuera para conseguir divisarlos entre los vivos. Heridos pero vivos. Aún a salvo del más allá.

Y no los veía. Caminaba entre humo. Olía de una forma espeluznante. Todo eran sirenas y luces y muerte y más muerte. Todo negro. Todo fin.

Una mano me tocó y al girarme eran ellos. Toda mi familia que venía a rescatarme. Me sentía tan confusa… ¿Por qué lloraban ellos?

En ese instante vi pasar mi cuerpo. En una camilla; dentro de una bolsa que estaban cerrando. Era yo la que iba dentro. Muerta. Y ellos lloraban desconsolados.

Sin duda, el dolor de tantas almas se expande y no he podido dormir sin filtrar las imágenes, los llantos y el olor que parecía salirse ayer noche de mi televisión. He sentido la muerte en mí, el dolor en ellos… Me pongo en el lugar de las personas vivas que buscan a sus familiares quizás muertos. Pero por alguna extraña simbiosis, durante el sueño, opté por morir y sentir la confusión que deben haber sentido todas esas almas cuando han visto pasar sus cuerpos encerrados en bolsas negras.

Creo, firmemente, que el instante de la muerte es confuso. Que es probable que haya unos momentos en los que no sepas qué está pasando. Y que muy sutilmente, intentemos agarrarnos a la vida y no reconozcamos que la caja que nos contiene acaba de cumplir su cometido y nos ha dejado libre el alma.

Somos esa materia que hoy yace quemada. Todos somos un poquito de esa tragedia. Y en cada barbaridad de esta vida, todos morimos un poco o incluso renacemos.

Desee despertarme de este sueño-muerte y lo he conseguido. Ellos no. Muchos de ellos no. Así que, para los que estamos vivos, sería imperdonable dormirnos por la calle.


Dejo aquí mi pequeño canto a la esperanza. Busquen a un niño cualquiera, mírenlo a los ojos y comprueben en su brillo que la vida sigue y que todo, absolutamente todo, es siempre posible.

Somos ante todo, humanos, en toda la amplitud de la palabra. No lo olviden.

Un abrazo.

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