Lo que se aprende...




AGRO-NO-MÍA
(porque todos somos en parte, mutantes)

Ayer me contaron que las sandías tienen no sé qué sustancia que hace difícil su digestión por los humanos. Y que los pepinos fueron precursores de lo que hoy llamamos melón. Se sobreentiende que siendo parecidos, ambos son indigestos. Y es por eso que siempre escuché a mi abuela decir, “se repite más que los pepinos”, o “este melón está muy malo, sabe a pepino”

Y me quedé pensando…
¡Qué mundo vegetal más rico!

Las sandías con su color rojo que nada más mirarlas ya te van quitando la sed. Al partirlas crujen un placer que se anticipa al paladar. Se asemejan a la imagen que uno tiene de algunos planetas. Todo redondo, sin ser perfecto… Dentro la tierra, con sus cráteres, laderas y ríos. Porque una sandía tiene montañas de donde le nacen riachuelos jugosos y dulces. En ella no hay deshielo. Lo que sí sucede cuando se la toca es que se derrite un poco. Y en ese tocarla está el nacimiento de sus corrientes. A veces me he preguntado si no son las pepitas homónimas a las personas. Cada una agarrada a la tierra como puede. Con esos hilitos minúsculos casi amarillos… Después de todo, nuestros pies son más pequeños que nuestras cabezas… igual que en las pepitas. Es curioso que nos sujetemos por la parte que menos superficie tiene. Lo natural en estos casos podría ser arrastrarnos. Que en su momento así lo hicimos. Es probable que la sandía nos hable sin saberlo. Al madurar en el verano nos provoca su apetito. Se hace irresistible incluso en la noche. Y luego vienen los malos sueños provocados por sus sustancias extrañas. Y el arrepentimiento de haberla comido. Y la que queda en la nevera, deseosa de ser devorada. Luego el sueño termina. Y menos mal que podemos echar la culpa de nuestra inquietud a la sandía. Sigo pensando que el mundo vegetal está por descubrir. Me interesaría mucho saber qué piensa de nosotros una sandía mientras nos chorrean sus venas por los brazos.
Si yo fuera un melón y me dijeran que soy una mutación de un pepino, creo que no me ofendería. Darse cuenta de que el cuerpo se ensanchó, las semillas tomaron color, la carne se hizo más fresca, la dulzura se fue instalando en las entrañas… Saberse mutado para mejor… Es todo un logro y algo de lo que sentirse orgulloso. Por eso, si yo fuera melón, recordarme pepino no me haría daño. Y que conste que el pepino me parece rico y refrescante. Un melón es más redondito, atrae más… y tiene más posibilidades. Por ejemplo hacer faroles para jugar por las noches. En mi casa se vaciaban los melones, se les hacían unas ventanitas, luego se cortaba una tapadera y dentro se ponía una vela. En la tapadera se amarraban una cuerda fina que también sujetaba al melón. Algo así como lo que se hace con las calabazas en otros países. Todos los niños salíamos con los faroles a la calle. Cada uno había trazado como podía, una cara en el melón. Digamos, que si la sandía podía pensar, en este caso los melones, estaban siempre a punto de hablar.
Y claro está que su carne medio rosada ya nos la habíamos comido y su dulzura estaba recorriéndonos enteros. Contar cuentos a la luz de esos faroles de melón humanizado, es un placer que ningún niño debería perderse.

Ando recordando otra de sus utilidades. Mi padre recortaba cada punta del melón. Su circunferencia de ambos lados. Luego las enfrentaba por la cara interior. Las lanzaba al aire y hacía una pregunta. Si las dos caras caían al suelo boca abajo, la respuesta era “no”. Si estaban boca arriba, era “si”, y si caían una para cada lado, era “puede que sí”.

Ahora veo la intención. El melón nunca decía “puede que no”. Porque eso lo hubiera hecho sólo si todavía fuese pepino. Ahora no. Ahora era melón y nos ofrecía una vida mucho más dulce en todas sus posibilidades.

Qué cierto es que una sola palabra puede despertar la fantasía.

Os mantendré informados de otras mutaciones que nos hagan la vida más dulce.

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