(DES) A-PAR-ECE


Se nos va la red.

A cada paso se nos va algo en esta oficina. A veces nos damos cuenta de que incluso la cabeza se pierde pasillo abajo. Quieres mirar a algún compañero para echarle un mal de ojo y nada…, resulta evidente que el ojo se fue, perdido quizás entre tanta ida y venida de palabras estúpidas, a pasear entre cables que no emiten bytes sino pensamientos informáticos. Son conocidos los deseos de los ojos por los pensamientos cableados. Irresistibles para ellos. Y yo lo entiendo. Claro.

Hoy por ejemplo se nos va y vuelve la luz. Quiero decir la electricidad. Y con ella los impulsos. Andamos todos como postes cuyos tendidos eléctricos fueron fulminados. Tristes sin nuestros constantes calambres voltaicos. No tiene sentido tocar a nadie en estos días de oficina-sonámbula. Las manos quieren apretar algún cuello, eso sí. Los deseos no desaparecen tan fácilmente como lo hacen otras cosas en los despachos.

Aquí incluso desaparecen los dólares. Y no deja de ser curioso darte cuenta de que no está algo que nunca viste. Ayer era pura virtualidad pero a todos los efectos, tenías por ejemplo, 90.000 dólares. Y hoy, que sigues sin verlo, tienes que asumir que están perdidos entre ida y vuelta de algún mail o alguna mala conexión, sólo porque un programa virtual no recoge ese mismo número que ayer veías casi palpitar. Y se asume, sí. Sin propósito y sin enmienda. Sólo ese… “Nada por aquí… nada por allá…tatachán…” Y donde apenas había un número solitario en verde, aparece una cantidad enorme en rojo corazón. Vive, late… se nos rebela y nos grita. Todos a buscar lo inexistente. Bueno, todos no. Sólo yo. Tengo la increíble capacidad (por llamarlo de alguna forma) de buscar lo invisible. Es un defecto como otro cualquiera al que no tardaré en sacarle partido. Pienso hacerme autónoma y montar mi propio negocio. Si soy capaz de encontrar dólares que nunca tuve, la empresa tiene toda la pinta de resultar rentable, ¿no creen?

Acabo de ver cómo se están marchando los dedos de mis pies hacia las escaleras. Intuyen que al no funcionar el ascensor, es mejor ir cogiendo sitio en las escaleras. Son diez plantas las que tienen que bajar. Sólo necesito que estén esperándome abajo, ya que no me sentiré completa al llegar a casa. No debe ser agradable quitarte los calcetines y mirarte los pies tan solitarios. Les dije, pero la verdad, no estoy convencida del todo de que puedan oír o entender. De tanto trabajar aquí, mis dedos ha tomado la costumbre de asentir sin haber oído. Vamos, como dando la razón para que me calle.

Se nos van incluso las plantas. No hay nutrientes. Ninguna planta sobrevive a mundo sin bichos. Esto es una selva aséptica. Sólo árboles convertidos en DIN-A4. Qué poco sabía la semilla de tamaños o texturas de folios. El otro día un helecho se tiró por la ventana. Dejó antes como un reguero de hojitas punteadas de negro. La pista para que buscáramos el cadáver. Yo imagino que debió hacerlo cuando divisó a lo lejos a un ejército de material de oficina escapando como podía del asedio de los departamentos. No vio salida. Era lo único vivo en toda la planta 10, una vez muerto incluso el correo electrónico. Y quién quiere vivir tan sólo…

Se nos va la red, sí. Y para cuando llegue, renovada y luciendo su mejor brillo en la pantalla, es posible que en las mesas sólo queden bolígrafos gastados y algún quitagrapas despistado, que entretenido en morder a algún dossier no tomó conciencia de que la empresa estaba siendo desalojada o deshojada como una auténtica margarita.

Los estantes no caben por la puerta. La luz ha vuelto. La red también.
De mí sólo queda un dedo y un ojo. Lo suficiente para dar cuenta de este suceso.

Mi abuela decía: “No te preocupes, hija, que todo lo que entra, sale”.

Y yo, que soy tan poco en este instante, salgo igual que entré en este relato y en esta oficina.

Se nos va la red.

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