Influjo

La imagen desaparece
Salvador Dalí
Esta mañana he dejado en la mesa un pimiento, dos alfileres y varias tablas. Al despertar sentí que era eso lo que más urgente me iba latiendo. Es curioso, e incluso sorprendente, que mientras te miras en el espejo la arteria que baja por el cuello vaya pidiendo cosas.

La primera vez que me pasó fue de verdad de susto. Me pidió una cuchilla, dos algodones y un terrón de azúcar.

Y más increíble resulta que una vez depositadas las cosas en la mesa, cerrada la puerta y llegado al trabajo, una paz infinita se instale en mi alma. No sé qué sucede con lo que allí dejo. Sólo sé que cuando vuelvo, no existe. Por ejemplo estoy seguro de que el pimiento está ya en su sitio, que los dos alfileres se están marchando y que es probable que las tablas arrancadas del armario, ya no sufran.

A veces siento que las cosas de mi casa necesitan desubicarse para sentir que hay un sentido a su quietud. Que de alguna forma el que se mezclen cosas tan extrañas y diversas como un reloj y el pan, las reconstituye o les da una vida paralela que de otra forma no existiría.

No sé si hablan entre ellas antes de marcharse nuevamente a sus espacios. La verdad es que nadie sabe de estos temas porque si me pusiera a contarle a mi amor todo esto, estoy seguro de que su extrañeza sería tan grande como para sugerirme una visita al médico. No hay amigos dispuestos a creer hasta este punto.

Y yo, la verdad, lo vivo como parte de mi día. Menos cuando está ella. En esos instantes mi cuello está mudo. Veo las palabras palpitar mientras me afeito pero no chillan… Es como un sonido sordo, pausado, un lamento quizá. Al día siguiente lo que sucede es que tengo que darle el doble de objetos.

Ayer sin más, después de tres días compartiendo las mañanas con ella, por fin sólo, tuve que hacer acopio de seis cosas diferentes: un lápiz, cuchillo, miel, una toalla, mi móvil y una caja de bastoncillos. Ya nada me parece extraño. Así que lo dejo allí, sobre el cristal, lo miro todo antes de cerrar, y al girar la llave siento cómo todo cobra sentido.

Pero claro, las cosas no pueden durar así para siempre. Un amanecer, hace un mes aproximadamente, tuve que dejar un gato y como no tenía ninguno a mano, invité a entrar al gato de la vecina y cerré. Yo sabía que el gato no estaría al llegar, pero mi sorpresa fue grande cuando vi por las escaleras y las calles cercanas unos cartelitos con la foto del gato desaparecido. Mi vecina no encontraba a su gatito. Yo no lo tenía. Y entonces sentí miedo. Aunque reconozco que no duró demasiado. Ya casi lo había olvidado. Hasta hace tres días.

Ella, tan linda, tan prudente, tan ella… me ha propuesto venirse a vivir conmigo. Dice, y tiene razón, que así creceremos. Y ya, no sólo siento que no comprenderá tanto ajetreo de cosas inverosímiles, o que yo hable abiertamente con mi cuello, sino que quizás una mañana que ella tenga por ejemplo el día libre y se quede en casa dormidita como un ángel, yo cierre la puerta, me despida con un beso, deje todo preparado sobre la mesa y al llegar tuviera que preparar cientos de carteles para pegar por las calles.

Comentarios