La fo(´)r-mula ideal


Se tocaban los pies,
como cuando eran simios y el ritual de los piojos se les antojaba tan sugerente. Tampoco tenían certeza de si no serían los pies los que se entretenían acariciándoles las manos. Porque de monos, sus pies apenas se distinguían de ellas. Sentían la caricia a cuatro patas. Se arremetían igual de frente que tocándose la nuca: esa parte de atrás por donde sus dedos de chimpancés, hace ya mucho, desparasitaban con la misma dulzura que hoy se hacen cosquillas. Cuando monos, reían. En ese acicalarse mutuo, el apareamiento sólo era secundario. Lo que los erotizaba ahora, como humanos, era el vago recuerdo de los juegos sensuales de la época animal. Por ejemplo el olfato. Para disfrutar de sus pleamares, de las gotitas de sudor u otros líquidos, recurrían siempre a la memoria. Y allí estaban las hormonas cargaditas de destellos.

De animales, lo mismo se sentían atraídos por un gesto, por un olor o por una danza. Poco importaba el tamaño del cuerpo o de los miembros.

Ella,
se había acostumbrado a sentirse “mona” o “simia” un par de horas al día. Hembra para su antojo. En esos momentos a solas, cuando se tocaba sabiéndose de otro reino, la sangre era puro alborozo y su sexo se ponía rojo, brillante y latía.

El,
que merodeaba relativamente cerca, percibía ese “no sé qué” entre la parte baja del pecho y la parte alta de las patas… y digo así, porque no le llegaba de forma directa a su órgano aquella vibración, sino sobre la parte baja del ombligo y las ingles. Claro, que esto sucedía si se dejaba rozar por el instinto. Y la verdad es que eso sucedía casi siempre.

Habían probado una noche a amarse sólo como humanos y resultó un fracaso. Apenas sabían por dónde. Ni cuándo ni cómo. ¡Es tan frecuente en esta especie la pregunta…!
Así fue cómo acordaron que antes de amarse era precisa cierta metamorfosis. Cada día o cada noche o a cada rato (porque ahora no era cuestión de tiempo…ya no…) proponían un parte de su cuerpo para cuidar en el otro y mientras esto sucedía es como si les creciesen las uñas y las ganas, se les doblaba el espinazo y comenzaban a embellecerse, animalarse, y ciertos verbos sustantivados que aún no fueron concebidos. En esos instantes eran dos auténticos bichos.

Recuerdan con detalle el momento de cortarse las uñas. Algo tan repugnante para algunos y que a ellos les llevó a una cabalgada única.

Ella decía:

- Amor, ¿por qué se nos olvida que cuidar nos sumerge en el otro?

Y él contestaba:

- Pon tu cabeza en mi regazo. Deja que te inunde poniendo mi boca en tu pelo.

Ambos callaban o hacían ruidos que todos conocemos.

Así, sus pieles de simios eran la envidia de miradas y sequedades. Los humanos, los puramente humanos, que se cruzaban con ellos y veían el lustre, pensaban con malicia en la química de algún cosmético y no en la química de la naturaleza. En su sabia disposición en la piel y en el alma. En lo poco caótico que resulta el mundo cuando se cierran los ojos para ver mejor.

Y eso que nadie, ninguno que no fuera bicho como ellos, podía contemplar en las mañanas cómo de suaves despertaban sus sexos.

Comentarios

Nelly ha dicho que…
Me gusta mucho como escribes,tu escritura es clara y amena.Ahora seguire recorriendo tu blog, disfrutando de la grata lectura.
Un abrazo
Madame Guignol ha dicho que…
Gracias Nelly. Es un placer que alguien me diga que soy clara y amena, puesto que normalmente me dicen que soy rebuscada a la hora de hacer metáforas.

Ambas cosas me halagan, sin embargo.

Tú tienes un lindo blog, también. Me gustaron esas caras llenas de ternura. Si te animas, envíame una ilustración y le hago un texto.

Espero que sigas paseando entre mis letras.

Un placer.

Besos