TERRITORIOS de humo

Jacques-Louis David - Madame Récamier, 1800. París, Louvre
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Cuando el aliento no corre. En ese justo instante de ahogo. Cuando la paz deja sus alas al borde de alguna boca. O teje la angustia su escalera ascendente. Si se sueña con la propia muerte encarnada en el ajeno y se retuercen las vísceras de las que no recordamos el nombre. Donde eso sucede está creciendo lo gris. El vientre de lo negro palpita como todos, buscando su romper, añorando el parto de su criatura más allá de la destrucción percibida.

Si la calma es torre por donde la hormiga pretende recolectar para el invierno, el fruto llega podrido. Y se teme el olor de la misma forma que el olvido o abrir la despensa y sólo ver el agujero.

Cuando lo que transita no se alcanza. Si la noche hace rato que remonta mientras el sol se relame de sudor sobre mi cuerpo. Ríos siento en las arterias. Agua roja que nada y donde no puedo meterme. Soy sangre sobretodo.

Hace días la luz no penetra la piel. Tampoco en las cosas o en los iris. No consigo sacar el disimulo que ahora es ceguera. Si se siente como propio todo el dolor del mundo, la casa se convierte en molécula, la tierra en nada y el mar parece lo único permitido.

Hay dedos que siempre marcan el pasado. O no marcan nada.

Cuando el presente parece un visillo que desfigura la parte o el todo, me pregunto si el futuro no será una cortina espesa, sin abertura, sin hilos por donde deshilacharme…Entonces el sopor se hace materia y cae sobre el pecho con forma de certidumbre.

Ponerme al lado del espejo. Sentada. Mesurarme el cuerpo que ha perdido el quehacer. Atrincherar la oleada que quiere volverme la piel hacia dentro. Ese afán de poner a la vista de cualquiera las gargantas de las lágrimas. Situarme como nunca en el acantilado y no temer. Si siento que el vacío es blandito como una cuna, el salto cuesta menos.

Cuando lo que nos socava está desdentado y aún así se lleva trozos. En esos minutos de muerte pulsátil, donde el reloj cobra más vida y más rápida, las palabras se tornan ataúdes del mismo volumen que los trozos que nos van abandonando. Y cabemos en cualquier mano de lo poco que nos queda. Somos casi un inicio que patalea. Con un solo soplo la vida se va o vuelve para morirse tantas veces como haga falta.

Lo importante en estos días es no dejar de morir cada minuto. Como una constante gota en la frente. Morir hasta no poder más. Morir hasta desear la vida. O morir hasta que la muerte nos parezca tan poca cosa y algo tan intrascendente, que podamos convivir con ella como con un cactus que apenas necesitara cuidado.

Porque lo más molesto de estar muriendo es el cuidado inquebrantable que requiere.

René Magritte - Madame Récamier de David, 1950. Colección privada.

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